De la Luisiana a la Nueva España
La Historia de Juan Bernardo Domínguez y Gálvez (1783-1847)
(por Víctor Cano Sordo, México, D.F., 1999)

PREÁMBULO
Recuerdos del pasado

1. Un recuerdo de hace cien años

       El 27 de febrero de 1998 se cumplieron cien años de la muerte de Paz Domínguez Quintanar, madre de mi abuela materna, Carmen Madaleno Domínguez. Hasta hace pocos meses desconocíamos esa fecha en la familia. Este dato lo supe unos días antes de esa fecha, mientras revisaba con mi madre algunos papeles antiguos que tiene guardados en una pequeña caja metálica. La caja tiene una tapa en la que aparece pintada una gaviota blanca que vuela sobre el mar azul. Entre otros muchos documentos familiares interesantes de los que yo no tenía noticia, allí encontramos dos ejemplares del recordatorio de la muerte de la bisabuela Paz.

       El recordatorio es un tarjetón más grande de los que solemos usar actualmente. El texto va escrito en una ancha franja gris que atraviesa la hoja. En el extremo superior izquierdo aparece una cruz plateada sobre fondo negro y en el inferior izquierdo las iniciales «RIP» (requiescat in pace) en letras plateadas, también sobre fondo negro.

       Además del tamaño, el color y el diseño del recordatorio, me llamó la atención su contenido escrito, que es el siguiente:

«Hoy á las 10 y 30 a.m., falleció en el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, la Señora Doña Paz Domínguez de Madaleno. Su esposo, hijas, hijo político, hermanos, hermanos políticos, sobrinos, demás parientes y amigos, al participar a Vd. tan sensible acontecimiento, le suplican eleve a Dios las plegarias que su piedad le dicte, por el alma de la finada. México, Febrero 27 de 1898. El duelo se recibe mañana a las 9 a.m., en la 2ª calle de la Aduana Vieja núm. 14, y se despide en el Panteón Español. Agencia E. Gayosso. Mariscala 3».

       En un ejemplar encuadernado de la revista La Ilustración Española del año 1879, que tenía mi bisabuelo Cándido Madaleno, y que conservamos en la familia, alguien había escrito a lápiz en la última página la dirección que aparece en el recordatorio.

       La Segunda Calle de la Aduana Vieja es la actual Sexta Calle de Cinco de Febrero. Allí vivieron Paz y Cándido en las últimas dos decenas del siglo XIX. Allí también vivió mi abuela Carmen, durante esos años, hasta que en 1902 se casó con mi abuelo José.

       José Sordo vivía a escasas dos cuadras de mi abuela Carmen Madaleno, en una casa que tenía dos plantas. La de abajo estaba ocupada por un expendio de semillas que llevaba el nombre de «José Sordo Mijares y Asociados». En la de arriba estaba la casa. En esa época tenía su domicilio en la calle de La Joya nº 39. Años después se convertiría en la Cuarta Calle de Cinco de Febrero. Allí nacerían todos los hijos de este matrimonio. Mamá fue la más pequeña de la familia. Nació en 1921.

       Pero, volvamos al viejo recordatorio. En él no se menciona la edad que tenía Paz al morir, ni quiénes fueron sus padres, ni cómo se llamaban sus hijos, ni otros muchos datos que no se suelen poner en ese tipo de escritos.

       Cuando cae en mis manos un papel viejo, me sucede algo curioso. Observo las características físicas de ese documento: su tamaño, su color, su contenido, etc. Pero, sobre todo, pienso en las circunstancias que rodearon su aparición en la historia. Como en un rompecabezas, quisiera poder reconstruir la historia de aquellos sucesos de hace cien o doscientos años, y traer a la vida a los protagonistas de esa historia.

       Como es natural, esta experiencia se potencia enormemente cuando el papel viejo tiene que ver con la historia de uno de mis antepasados. El encuentro inesperado con el viejo recordatorio, unos días antes de que se cumplieran los cien años de la muerte de mi bisabuela, me impresionó notablemente y avivó mi vena histórica (1).

       Tenía planeado por entonces un viaje a Querétaro, precisamente para fines de febrero. Desde hace unos dos años, siempre que voy a Querétaro, procuro pasar, aunque sea brevemente, por San Juan del Río, la ciudad natal de Paz y en la que vivió muchos años.

       Me causó una gran alegría poder visitar San Juan del Río aquel día tan señalado: el 27 de febrero de 1998, cien años después de la muerte de Paz. Ese día, por la mañana temprano, había celebrado la Santa Misa por mi bisabuela Paz en el pequeño oratorio de un Centro de mujeres del Opus Dei (2) en la parte antigua de la ciudad de Querétaro.

       El hecho que acabo de relatar fue como la chispa que me decidió a intentar reconstruir, y poner por escrito, en los ratos libres, la historia de mi bisabuela Paz, de sus hermanos, de sus padres y de sus abuelos. Tenía bastantes datos de sus vidas, y me pareció algo bueno y útil conservarlos y transmitirlos principalmente a quienes están ligados a ellos por los lazos de la sangre.

       Me decidí -aprovechando ratos de descanso- a la tarea de reconstruir la historia de la familia de Paz, una familia muy ligada a la historia de México durante el siglo XIX, como veremos. Pensé que valía la pena dar vida, en la medida de lo posible, a una tradición familiar que, como es natural, ha quedado vaga e imprecisa con el transcurso del tiempo.

       Sé que hay muchos datos aún dudosos y por comprobar en esta historia. Quizá más adelante podríamos encontrar la respuesta a bastantes de los enigmas que aún quedan por resolver. Pero como se trata de una labor inmensa, que no tiene fin, me ha parecido oportuno dar a conocer ahora los datos que tenemos hasta el momento, aunque sean incompletos, e incluso -en algunos casos- dudosos y no totalmente comprobados. En estos casos, dejaré constancia de que es así.

       Este escrito, por tanto, está abierto a ulteriores investigaciones y no pretende ser una historia cerrada o acabada. En este sentido se puede decir que son como unos apuntes históricos, aunque, eso sí, han sido escritos con el afán de buscar la verdad y con el deseo de no faltar al rigor que debe tener toda investigación que pretenda ser seria.

       Al redactar esta historia -que a primera vista parecería no tener mucho interés-, me anima saber que una de las características de la investigación histórica actual es, precisamente, el empeño en poner de relieve los pequeños detalles de la vida ordinaria, es decir, la micro historia. Actualmente, junto a las biografías de grandes personajes, aparecen en las librerías estudios históricos y sociales sobre cuestiones aparentemente menos trascendentes, pero sumamente útiles para conocer a fondo una época.

       La historia que voy a relatar tiene un poco de todo: aunque se detiene en narrar la vida de figuras de gran relieve histórico, también se ocupa de contar anécdotas familiares sencillas, y sucesos que revelan la personalidad de hombres y mujeres normales y corrientes.

2. Los padres de mi bisabuela Paz

       Pero volvamos de nuevo a Paz Domínguez Quintanar, y a las investigaciones que comencé a llevar a cabo hace algunos años en los archivos de San Juan del Río.

       Uno de los primeros datos que pude descubrir fue que Paz nació en San Juan del Río, Qro. el día 10 de septiembre de 1838. Su padre, Juan Bernardo Domínguez y Gálvez, era hijo -como más tarde supe- de don Juan Domínguez, un capitán andaluz del Ejército de América que luchó junto al conde de Gálvez en la famosa batalla de Panzacola, Florida Occidental (1781), en contra del ejército inglés. La madre de Juan Bernardo, era doña María Gertrudis de Otero. Había nacido en la villa de Puerto Real (Cádiz), de padre gallego y madre gaditana.

       Don Juan Domínguez, el padre de Juan Bernardo, estaba emparentado con los Gálvez, esa importante familia española de finales del siglo XVIII. Su padre se llamaba también Juan Domínguez y Gálvez, y era vecino de la villa de Cañete la Real, población malagueña situada a pocos kilómetros de Macharaviaya. Juan Bernardo, como su padre, también siguió la carrera de las armas. En la época en que nació Paz, era coronel del ejército mexicano.

       María Ignacia de Quintanar, madre de Paz, también era descendiente de militares. Los varones de la familia Quintanar eran de hacendados de la zona de San Juan del Río y además formaban parte de las milicias provinciales del virreinato a finales del siglo XVIII. El primer Quintanar llegado a la nueva España a principios del siglo XVII -don Domingo Hernández de Quintanar- se estableció en el valle de Huichiapan, situado a cuarenta kilómetros de San Juan del Río. Después, uno de sus descendientes -don Felipe Hernández de Quintanar- fundó la rama de los Quintanar de San Juan del Río, de la que procede María Ignacia.

       Casi al final de esta investigación, supe también que se contaban entre sus antepasados algunos de los conquistadores de la Nueva España, como don Juan Jaramillo, el Mozo, don Alonso Pérez de Trigueros, el Viejo (y su hijo, apodado el Mozo) y don Diego Gutiérrez de la Caballería, capitán y tesorero muerto en la pacificación de la Nueva Galicia a mediados del siglo XVI.

       Entre sus parientes próximos se encontraba don Luis de Quintanar Bocanegra Soto y Ruiz. Así -con los cuatro apellidos- le gustaba firmar los bandos que redactaba cuando era uno de los colaboradores más cercanos de Iturbide durante el primer imperio mexicano. A él dedicaremos bastantes páginas de este relato.

       Desde siempre se decía -por tradición familiar- que Juan Bernardo Domínguez y Gálvez, el padre de Paz, había nacido en Cuba y venía del virrey Gálvez. Pero ese venía era muy vago. En la familia suponíamos que era nieto suyo.

       Un día, movido por la curiosidad sobre mis antepasados, le pedí a don Guillermo Porras -sacerdote, historiador y miembro de la Academia de la Historia en México- que me ayudara a descifrar nuestro parentesco con el conde de Gálvez. El Padre Porras -fallecido en 1889- era uno de los especialistas que más sabían sobre el virrey Bernardo de Gálvez.

       Don Guillermo me dijo que cabría la posibilidad de que viniéramos de Guadalupe, la hija póstuma del virrey, nacida en diciembre de 1786 en la ciudad de México, y que regresó a España con su madre, Felícitas de Saint-Maxent, después del fallecimiento de Bernardo. Era posible que, años más tarde, hubiera vuelto a Cuba, se hubiera casado con un Domínguez y que Juan Bernardo fuera hijo de ese matrimonio.

       Poco antes de su fallecimiento, don Guillermo me acompañó a visitar a la tía Lucha Lelo de Larrea -ya muy mayor- que en ese momento era la persona de la familia que sabía más sobre nuestra relación con el conde de Gálvez (3).

       A raíz de algunos datos que nos pudo dar la tía Lucha, don Guillermo hizo investigaciones y encontró en un Diccionario de Historia un dato sorprendente: Juan Bernardo había nacido en La Habana, Cuba -efectivamente- pero en 1783, tres años antes que Guadalupe. Por lo tanto, no podía ser nieto del virrey. Sí podía ser hijo ilegítimo del conde de Gálvez, y con esa suposición empecé mi investigación. Su apellido Domínguez, nos explicó don Guillermo, probablemente se debía a que, entonces, era común que los hijos ilegítimos llevaran el apellido de la madre y después el del padre. Los datos que aparecen en el Diccionario son los siguientes:

«DOMINGUEZ Y GÁLVEZ, JUAN (1783-1841). Militar. N. en La Habana, Cuba. En dic. de 1795, era cadete residente fijo en la Luisiana. Combatió contra los in-surgentes, al ser trasladado a la N. España, pero en 1821 se unió al Ejército Trigarante, participando en dos acciones y dos sitios. General en 1841. Fue director del Col. Militar de Perote, Fiscal del S.T. de Guerra y Marina, Vocal de la Junta de Ordenanza, Secretario de la Consultiva de Guerra, Comandante del Departamento de Querétaro, Ayudante Gral. de la Plana Mayor del Ejército y Secretario de la S.C. Marcial. M. en San Juan del Río, Que» (4).

       Desde 1989 supe que Juan Bernardo había nacido en 1783. Más tarde comprobé -en su acta de enterramiento que se conserva en el Archivo Parroquial de San Juan del Río- la fecha de su sepultura: 25 de mayo de 1847. Falleció a los sesenta y tres años de edad.

       Hace pocos meses pude también consultar el expediente militar de Juan Bernardo en los archivos de la Defensa Nacional. Este documento contiene noticias muy pormenorizadas de su vida militar (5).

       Casi al final de esta investigación, a principios de este año (1999), he podido tener en mis manos una copia de la hoja de servicios de Juan Bernardo cuando era cadete en el Regimiento de Infantería Fijo de la Luisiana en 1797. Y allí se dice claramente que era «hijo de capitán». También pude revisar la hoja de servicios de un capitán de ese mismo Regimiento, casado, andaluz y llamado Juan Domínguez. Además ambos -el capitán y el cadete- servían en la segunda compañía del tercer batallón de fusileros.

       En febrero pasado, hice un descubrimiento inesperado en los archivos de la catedral de México: logré tener en mis manos la tan buscada partida de matrimonio entre Juan Bernardo y María Ignacia. En ese documento aparece claro el nombre de los padres de Juan Bernardo: don Juan Domínguez y doña María Gertrudis Otero.

       Por fin, en el mes de julio, gracias a unos documentos que recibí del Archivo Militar de Segovia, se aclaró que el parentesco con los virreyes Gálvez, le venía a Juan Bernardo de su abuelo paterno, don Juan Domínguez y Gálvez.

       Después de haber recabado estos datos ya podía decir que conocía algo del padre de Paz. De su madre, María Ignacia, en cambio, no sabía casi nada. El único dato de ella que teníamos en la familia era que su padre, al parecer, había sido un general Quintanar del ejercito realista.

       Un día de 1996 encontré la partida de nacimiento de Paz, nacida -como ya dije- el 10 de septiembre de 1838. Calculé entonces que Ignacia podría haber nacido entre 1800 y 1805.

       En efecto, no tardé mucho en encontrar, en los libros del Archivo Parroquial de San Juan, una partida de bautismo que podía corresponder a la de mi tatarabuela.

       El texto completo de esa partida es el siguiente (6):

«En la Parroquia de San Juan del Río, en veinte y seis de Noviembre de mil ochocientos dos: el B.D. Ignacio Delgado (VP) Bapticé solemnemente â María Ignacia Josefa Guadalupe que dicen tiene un día de nacida hija de Padres no conocidos, fue su Madrina Dª María Manuela Quintanar Doncella hija de Don Narciso Quintanar, y Dª María Soto, todos Españoles vecinos de el Barrio de San Marcos de esta feligresía, le advertí su obligación y parentesco espiritual».
Ignacio Espino Barros [Rúbrica]. Ignacio Delgado [Rúbrica]
Al margen izquierdo dice: «María Ignacia Josefa Guadalupe. Española. Sacada [certificación] en 1º de Nov. a 822».

       Más tarde supe que doña Manuela de Quintanar, la madrina de María Ignacia, era la hermana mayor de Luis de Quintanar. Desde el día en que vi por primera vez esta partida, no sé por qué, tuve la corazonada de que esa era precisamente el acta de bautismo de mi tatarabuela.

       A decir verdad, me desconcertó y me causó pena, en un primer momento, leer lo de «hija de padres no conocidos». No coincidía ese dato con nuestra tradición familiar. Nadie en la familia sabía nada de esto. Y sin embargo, estaba allí escrito en una letra redondeada y muy cuidada. Se ve que el párroco, el señor bachiller don Ignacio Espino Barros, era un hombre amante de las cosas bien hechas.

       Muy probablemente este hecho se había ocultado celosamente desde la generación de Paz. Quizá, ni siquiera Paz lo llegó a saber con claridad.

       Este hallazgo, lejos de desanimarme, puso espuelas a mi afán de investigador. Sentía la necesidad de conocer los, hasta entonces, oscuros orígenes de la única raíz familiar que tengo en México.

       Después de intentar muchos caminos e hipótesis de trabajo para descubrir quiénes eran los verdaderos padres de María Ignacia y cuál era la razón de que en la partida de bautismo de su hija quedaran en la penumbra, muy recientemente, me parece haber logrado descifrar el enigma (7). Pero, como se trata de un asunto delicado y que hay que procurar entenderlo en su contexto histórico, prefiero dar a conocer más adelante los pormenores de este suceso. En el momento oportuno nos detendremos a analizar las variadas circunstancias que rodearon el nacimiento de María Ignacia.

3. El interés por conocer nuestras raíces

       Antes de dar comienzo al relato de esta historia, me ha parecido conveniente hacer algunas consideraciones que, de alguna manera, sirvan para justificar -si se puede decir así- el proyecto en el que me he aventurado.

       Durante la época de la Modernidad -es decir, durante los dos últimos siglos- no ha habido demasiado empeño en hacer memoria de los antepasados. Pero ahora, en la nueva época histórica que, según los entendidos, está comenzando a partir de 1968, hay un renovado aprecio por lo antiguo, y también un creciente interés por conocer las raíces de dónde procedemos. Es notable el auge que, por ejemplo en Estados Unidos, están teniendo las agencias que se dedican a reconstruir árboles genealógicos.

       Me parece que el deseo de conocer quiénes fueron nuestros antepasados, sólo por curiosidad o por motivos de vanidad -para presumir de que venimos de tal duque, conde o marqués- es, al menos, una pérdida de tiempo. Es comprensible que, por esta razón, haya muchas personas que juzgan inútil y vano dedicarse a hacer genealogías.

       Sin embargo, hay otros motivos por los que verdaderamente resulta interesante conocer nuestro origen. Uno de ellos -y no el menos importante, a mi juicio- es la necesidad de resaltar, en nuestra época, la dignidad de toda persona humana. Todos los mexicanos somos testigos de cómo el Papa, Juan Pablo II, en la reciente visita a nuestro país, ha insistido hasta el cansancio en lo necesario que es siempre -pero especialmente en los umbrales del tercer milenio- que los hombres veamos en nuestros hermanos, hijos de Dios. Todos somos hijos de Dios. Cada persona, sin distinción de sexo, raza, cultura o posición social- merece el máximo respeto.

       Cada hombre, no nace por generación espontánea, ni es fruto de la casualidad, sino que tiene detrás de sí toda una historia muy rica de personas que le han precedido y que, de alguna manera, marcan su propia existencia.

       Las palabras del cardenal Joseph Ratzinger -actual prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe- al explicar la importancia de la genealogía de Jesús, pueden aplicarse a cada hombre:

       «Jesús, en cuanto niño, no sólo proviene de Dios, sino también de otros hombres. Ha vivido en el seno de una mujer, de la que ha recibido su carne y su sangre, los latidos de su corazón, su comportamiento y su palabra. Ha recibido la vida de la vida de otro ser humano. El que provenga de otro aquello que es propio de uno no es un hecho puramente biológico. Significa que incluso la forma de pensar y de observar, la hechura de su alma, la recibió Jesús de hombres que existieron antes que él y, en último término, de su Madre. Significa que, acogiendo la herencia de sus antepasados, ha querido seguir el camino tortuoso que desde María se remonta a Abraham y llega hasta Adán. Ha cargado con el peso de esta historia» (8).

       En la era de la clonación y de la instrumentación genética, es necesario subrayar que cada individuo tiene un gran valor y una historia única.

       Uno de los dolores más grandes de los hijos que no conocen a sus padres es precisamente no saber cuál es su origen. Aunque, siempre les cabe la esperanza de encontrarse algún día -en la vida eterna- con quienes fueron los instrumentos que Dios eligió para cooperar con él en el gran milagro de la transmisión de la vida.

       Recuerdo la impresión que me causó recientemente un vídeo sobre sexualidad, que ha tenido mucho éxito por su manera tan clara y positiva de exponer ese tema. Pam Stenzel -una mujer americana de unos treinta y tres años de edad- daba una conferencia a un grupo de chicos y chicas de High School. Les explicaba, con una gran soltura y simpatía, lo absurdo que es tratar el sexo de modo irresponsable.

       Pero, lo que más me llamó la atención fue que, en un momento determinado, después de haber hablado sobre lo negativo que es para una chica joven convertirse en madre soltera, Pam reveló a su auditorio que ella misma era la hija de una de esas madres jóvenes que habían tenido la desgracia de tener un bebé a los catorce o quince años. «Y sin embargo -decía más o menos- le estoy profundamente agradecida a mi madre por haberme traído al mundo después de nueve meses de embarazo, y porque tuvo la sensatez de darme en adopción a unos padres que me pudieron criar y educar maravillosamente».

       Y terminaba diciendo que, cuando llegara al Cielo -con la gracia de Dios- lo primero que tenía pensado hacer era ir al encuentro de su madre, a la que no había conocido en la tierra, para darle un gran abrazo y un beso por haberle trasmitido el don de la vida.

       Este comentario me ayudó a comprender mejor dos cosas: que no se puede utilizar el don de trasmitir la vida de modo irresponsable, y que los hijos de una unión irresponsable no son culpables ni seres indignos, sino que tienen exactamente la misma dignidad de cualquier persona humana, y que han de amar y respetar a sus padres, porque Dios permitió que de su pecado surgiera un gran bien. Dios hace así las cosas: de los males saca bienes y de los grandes males, grandes bienes.

       En la historia hay una larga lista de hombres que han sido el fruto de una unión natural: reyes, cardenales, príncipes y santos (9).

       En los siglos anteriores a la modernidad, por ejemplo, era muy frecuente en las clases nobles esta liberalidad. La gente sabía que no estaba bien, pero no era motivo de deshonra ser hijo ilegítimo como, por desgracia, fue considerándose en siglos posteriores. En el siglo XIV, el cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo -hombre mundano, a pesar de ser buen gobernante de su arquidiócesis- tuvo dos hijos ilegítimos muy bellos, y la gente, con una gran dosis de sentido común y también de ironía, comentaba: «que hermosos son los pecados del señor cardenal».

       En la España del siglo XVI era notable la delicadeza con que los grandes señores trataban a la gente más sencilla. Un ejemplo lo tenemos nada menos que en la vida de fray Luis de Granada que, siendo todavía muy niño y huérfano, fue recogido por los condes de la Tendilla y tratado como un hijo más. Su madre era muy pobre y no podía alimentarlo ni darle una buena educación, pues vivía de lo que la buena gente quería darle de limosna a las puertas de un monasterio. Él mismo, refiriéndose a la señora condesa, dice: «me crió desde poca edad con sus migajas, dándome de su mismo plato, en la mesa de lo que ella misma comía» (10). Este respeto por la pobreza y el sufrimiento es una constante de aquella época, en la que no había discriminación por el nacimiento, la posición social, la raza o el color.
       
       Eso no significa que aquella sociedad fuese una sociedad igualitaria en el sentido moderno. Había estamentos, clases, preocupación por la limpieza de sangre y la nobleza de origen, etc. Sin embargo no existía propiamente el clasismo.

       Fue más tarde -como fruto de la cultura ilustrada, de tipo individualista y racionalista- cuando apareció el clasismo y la sociedad de castas, también en la América española. Las pinturas de castas son típicas de la segunda mitad del siglo XVIII.

       El fin del Ancien Régime con la Revolución Francesa parecía traer de nuevo el ideal de igualdad, perdido y desvirtuado durante el siglo XVIII. En 1824, siguiendo el ejemplo de otras naciones más avanzadas, en México se decreta la abolición de la esclavitud. A partir de entonces, en todos los archivos parroquiales poco a poco se va dejando de hacer la distinción entre libros de «españoles», «indios» y «castas». Sin embargo, este tipo de medidas no iba a la raíz.

       En cuanto a la discriminación de los hijos naturales, observamos que, en el siglo XIX, las familias cristianas adoptaban a los hijos expuestos o de padres no conocidos con el mismo espíritu de los condes de la Tendilla, pero se guardaba celosamente en secreto la condición de ser hijo adoptivo. Conforme iba avan-zando el siglo, la influencia de la sociedad victoriana de Inglaterra se dejaba sentir: el cuidado de las formas, los respetos humanos, la buena apariencia, el no desentonar, etc., fueron haciéndose actitudes normales en las personas de buena sociedad. Así se perdió la sencillez y naturalidad de épocas pasadas.

       Los pecados de los hombres no producen frutos de deshonra cuando se lavan con lágrimas de arrepentimiento y se reparan con hechos de generosidad y de amor. Cuántas madres solteras estarán en el Cielo y habrán alcanzado un alto grado de santidad por su abnegación, arrepentimiento y sentido de responsabilidad en la educación de sus hijos.

       Como es lógico, cuando hago estas consideraciones pienso en algunos de los personajes que aparecerán en esta historia. Mi madre me enseñó una frase que se me ha quedado grabada y he recordado con frecuencia en esta última temporada: «¿Quién es el santo varón, que afirme con juramento, veinticinco abuelos tengo y ninguno fue ladrón?».

       Nuestros antepasados, como nosotros, también han sido pecadores. Es la condición humana: ser pecadores. Pero pecadores que amaron a Jesucristo y se arrepintieron de sus pecados, y murieron bajo el signo de la fe y descansan ahora el sueño de la paz (11).

       Porque tenemos su sangre, hemos de estarles siempre agradecidos. Pero también porque nos han precedido bajo el signo de la fe. Las cuatro generaciones de este siglo -como decía el Papa el 25 de enero de este año en el Estadio Azteca- tenemos la obligación de trasmitir la fe que hemos recibido a las siguientes generaciones, a las del tercer milenio.

4. Hallazgos inesperados

       Después de estas consideraciones, es necesario que volvamos nuevamente a nuestra historia. Los datos que pude obtener sobre el origen de Juan Bernardo, aunque al principio eran equívocos, lejos de apagar mi interés por conocer más detalles acerca de mis antepasados -como ya he dicho-, encendieron mi deseo de investigar más a fondo su vida y la de su familia. Pude averiguar, por ejemplo, que Paz, al nacer, tenía tres hermanos mayores -Juan, Manuel y Ángel- que serían, con el correr del tiempo, hombres de relieve en la vida militar, cultural y política del país.

       Además, Paz tenía cuatro hermanas mayores. Una de ellas, Consuelo, murió joven. Las otras tres -Mercedes, Soledad y Refugio- se casaron y tuvieron hijos, algunos de los cuales llegarían a intervenir también en los acontecimientos públicos de su época.

       Conseguí también saber que el 24 de junio de 1870, Paz -que ya era huérfana- se casó con mi bisabuelo Cándido, un vasco originario de Bilbao, que era cuatro años mayor que ella, labrador y, con el tiempo, propietario de la hacienda de la Laja, situada a unos cuantos kilómetros de Tequisquiapan. Esa hacienda sigue perteneciendo a la familia, y nos ayuda a evocar la memoria de las generaciones pasadas; las vidas de hombres y mujeres, que deberían estar más presentes en nuestra vida.

       No soy feminista, pero hay que reconocer que las mujeres tienen una importancia fundamental en las familias, y especialmente en las familias mexicanas.

       El aire de familia de un hogar lo da, en un porcentaje elevado, la madre: el orden, el arte decorativo del hogar, las tradiciones culinarias (12), el modo de vestir, los temas de conversación ordinaria…, y también el clima religioso. Nunca podré pagar a mis padres la semilla de Dios que pusieron en mi corazón con el ejemplo de sus vidas y que, gracias a Dios, luego ha hecho posible mi vocación sacerdotal. Al fundador del Opus Dei, el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, le gustaba mucho recordarnos -y lo hacía con frecuencia- que el 90% de nuestra vocación se lo debemos a nuestros padres.

       Por eso, hay que agradecer muchas cosas a mujeres buenas -como María Ignacia, Paz, Carmen…- que, con una vida callada, supieron trasmitir la fe y los valores humanos y cristianos a las siguientes generaciones, hasta llegar a la nuestra.

       Entre los hombres de la familia, militares y hacendados que vivieron durante el siglo XIX en la zona de San Juan del Río, habría que mencionar especialmente a Raimundo y Narciso de Quintanar (patriarcas de dos grandes familias), a Luis de Quintanar (colaborador cercano de Iturbide en la independencia de México y luego primer gobernador constitucional del estado de Jalisco), a Manuel Domínguez (médico, gobernador del departamento de Querétaro durante el sitio de 1867 y gobernador del Distrito Federal durante el Porfiriato), a Ángel Domínguez (político, maestro y geógrafo), a Celestino Díaz (periodista, político y poeta), a Salvador Argain (gobernador del estado de Querétaro en la época de don Venustiano Carranza), etc.

* * *

       Todas estas consideraciones, unidas a mi innegable pasión histórica, pueden explicar el porqué de este escrito.

       Ciñéndome lo más posible a los datos históricos encontrados en los archivos y en las fuentes documentales, he pensado que lo mejor es centrar la presentar la historia en los padres de Paz, Juan Bernardo y María Ignacia. En torno a ellos girará el relato de los demás personajes: sus antepasados y sus descendientes.

       Como es lógico, esta historia ha sido escrita pensando en los numerosos descendientes de Juan Bernardo y María Ignacia que actualmente viven en México o en otros países, y en los que llegarán en el futuro. Pero también está dirigida a todos aquellos que tengan interés en conocer nuevos aspectos de la vida social y familiar de México en el siglo XIX.

       Comencemos pues nuestro relato. Lo primero que haremos es echar una mirada hacia la España del siglo XVIII, para descubrir los sucesos que hicieron famosa a la familia de los Gálvez de Macharaviaya, que tan ligada estuvo con los tres «Juan Domínguez y Gálvez» de nuestra historia: el padre, el abuelo y el bisabuelo de mi bisabuela Paz.

Notas del Preambulo

(1) El interés por investigar específicamente sobre los antepasados de mi bisabuela Paz Domínguez, obedece a la sencilla razón de que, de mis ocho bisabuelos, sólo ella nació en México (San Juan del Río). Los otros siete nacieron en España y no es tan fácil obtener datos de sus vidas: Leandro Cano Gracia (hijo de Ramón Cano y Cano y Juliana Gracia y Sánchez de Quesada), en Pozuelo de Calatrava (La Mancha), Joaquín Sordo Pérez (hijo de Joaquín Sordo y Joaquina Pérez) en Llanes (Asturias), Fidel Faro Arche (hijo de Marcelino Faro y Carmen Arche) en La Cavada-Riotuerto (Santander), Cándido Madaleno Gastiasoro (hijo de José Prudencio Madaleno y Dolores Gastiasoro) en Bilbao (Vizcaya), Manuela Ruiz Escajadillo (hija de Manuel Ruiz y María Santos Escajadillo) en Ampuero (Santander), Angela Mijares Merodio (hija de Juan Mijares y Teresa Merodio) en Llanes (Asturias) y Luisa de la Vega Cobo (hija de Rafael Vega y Francisca Cobo) en La Cavada-Riotuerto (Santander).
De mis dieciséis tatarabuelos, sólo dos nacieron en América: Juan Bernardo (hijo de padres españoles) en La Habana y María Ignacia (de padres mexicanos) en San Juan del Río. Por lo tanto, María Ignacia de Quintanar es la raíz más profunda que tiene mi familia en México.

(2) Desde hace más de treinta años pertenezco a la Prelatura del Opus Dei, institución católica fundada en 1928 por el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que desarrolla su labor apostólica en más de cincuenta países de los cinco continentes, y que tiene como fin la difusión de la llamada universal a la santidad y al apostolado en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano. En 1976 recibí la ordenación sacerdotal y, durante estos años, me he dedicado plenamente a ejercer el ministerio sacerdotal en las labores apostólicas de la Prelatura.

(3) Alfredo Lelo de Larrea, hermano de Lucha, y fallecido en 1969, también había recabado muchos datos de la historia familiar.

(4) Cfr. PORRÚA, voz Domínguez y Gálvez, Juan Bernardo, vol. I, p. 663 y 664.

(5) Cfr. Apéndice IX.

(6) AJ, b-7, f. 17 v.

(7) Desde ahora quisiera dejar constancia de que, en caso de que la verdad fuera distinta -porque se pudieran encontrar nuevos datos que hicieran más probables otras hipótesis-, me alegrará mucho poder rectificar las conclusiones a las que he llegado.

(8) J. RATZINGER, El Camino Pascual, Herder, Barcelona 1985, p. 81.

(9) Por ejemplo, Enrique II de Trastámara, rey de Castilla, hijo de Alfonso XI y doña Leonor de Guzmán, y tatarabuelo de Isabel la Católica; Isabel I de Inglaterra, hija de Enrique VIII y Ana Bolena; don Juan de Austria, hijo de Carlos V; Erasmo de Roterdam; el santo obispo de Puebla, don Juan de Palafox (hijo natural de don Jaime de Palafox, más tarde marqués de Ariza y de doña Ana de Casanate, que al nacer su hijo decidió tomar el hábito de las Carmelitas descalzas y murió en olor de santidad), san Francisco de Borja, bisnieto del papa Alejandro VI, etc.

(10) FRAY LUIS DE GRANADA, Obras completas, vol. XIV, 511, Madrid, 1906-08 (obras en castellano).

(11) Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I, en el memento de difuntos.

(12) Mi madre, por ejemplo, ha conservado -entre otras muchas tradiciones familiares- recetas de mi abuela Carmen, como la «sopa de bolitas de queso» que está buenísima y es muy original.

Ilustraciones del Preámbulo

       -Paz Domínguez de Quintanar (foto tomada hacia 1875).

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